No desconecten los troles

Ahora que las cosas están como están con la locomoción colectiva, la preemergencia del fin de semana, las medias caminatas por Providencia después del descarrilamiento del metro, surge el recuerdo de un experimento santiaguino que duró lo mismo que la propaganda electoral de Rosa de Aric… Los troles que hubo en la ciudad a principios de los noventa.

Sí, también hubo troles en Santiago. Andaban por el centro y algunas zonas al norte del Mapocho. Y desaparecieron como desaparece uno cuando quiere partir de una fiesta aburrida, rápidamente y sin explicación.

Eran piola los troles. Grandes, con cierta cara simpática gracias a sus pequeños focos delanteros redondos y sus parabrisas montados sobre una gran extensión de carrocería de color verde. En Pixar, los habrían agarrado para personajes en Cars. Por cierto, no contaminaban y pasaban más seguido que cualquier alimentador.

Pero abandonaron las calles de un día para otro. Y ahora parece que se van para la casa los troles de Valparaíso. El motivo es que nadie les da boleto. Debe ser porque son viejos, igual que todas las cosas que desaparecen o están a punto de desaparecer en Valparaíso, como el café Riquet.

Lo que no cachan las autoridades ni los privados con wasabi monetario es que esos vejestorios pueden ser demás el tremendo rostro para la ciudad, como los tranvías en San Francisco. Esa es una de las ciudades más ricas de Estados Unidos y podría tener una línea de naves flotantes en vez de los tranvías si quisiera, pero mantiene los tranvías porque son parte de la personalidad de la ciudad. San Francisco no sería San Francisco sin ellos.

Valparaíso no sería Valparaíso sin los troles. Hay que ingeniárselas para mantenerlos en buen estado, que presten un buen servicio y que más gente los tome. El peor negocio es deshacerse de ellos.

Mientras, la contaminación y el desánimo, dos rasgos centrales de la identidad de Santiago están ahí, igual que siempre. Y es como si nadie quisiera deshacerse de ellos.