Thursday, March 15, 2007

Las viejas patentes

Hoy ha sido un día de añoranzas. Esperaba yo el paso de un bus alimentador que se hacía querer y, presa del calor, vi en la proximidad del paradero un kiosco blanco con unos quitasoles a rayas. Me alegró que hubiese un puesto de helados ahí, pero al acercarme sufrí la decepción de que no era más que un puesto para renovar la patente, donde la gente no saciaba la sed, sino que podía quedarse sin tragar al saber de partes y deudas impagas con las autopistas.

Lo peor es que parece que uno paga por nada. Antes, cuando éramos chicos, el color de las patentes cambiaba todos los años y era un evento cuando llegaba el mes en que el auto, como las serpientes, cambiaba al menos una parte de su piel. Además, las patentes llevaban el nombre de la municipalidad donde uno la había sacado, lo que le venía muy bien a los arribistas que la renovaban en comunas cuicas, quitándole ingresos a aquellas donde realmente vivía.

Ahora, la patente es un formulario terrible de fome, que uno además no puede perder, como si no hubiera ya suficientes papeles con los que lidiar en la vida. Ahora que, como en un video juego, las patentes están a punto de dar vuelta el abecedario, deberíamos abogar por el regreso de las patentes de colores.

Yo me imaginaba que cada año estaba teñido del color de la patente. Que cuando tocaba naranja, iba a ser un año intenso, que cuando tocaba amarillo, iba a ser caluroso, pero tranquilo, que el invierno iba a ser más largo cuando tocaban patentes blancas. Jugaba a inventar qué podía estar haciendo un auto con patente de cabrero en Bilbao con Vicuña Mackenna.

La única gracia que tienen ahora nuestras patentes es que uno puede tratar de achuntarle al año del auto según las letras. O ver cuánto se demora uno en sumar sus cuatro números. Pero antes era mucho más divertido.

Y a todo esto, el seguro obligatorio es, como lo indica, obligatorio. ¿Pero es seguro?

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